Me resulta difícil elegir una única canción de este album de Juan Martín, acompañado en casi todos los temas por Mark Isham. Sería durante el otoño de 1988, cuando José Miguel (Tabu) y yo íbamos recorriendo los barrancos del corazón del Pirineo para informar acerca de aquellos lugares dónde las compañías eléctricas tenían la intención de construir minicentrales hidráulicas. Realmente, en aquella época, se desató una especie de furor por aprovechar los desniveles de los arroyos pirenaicos para, tras desviar sus aguas en pleno corazón de las montañas (y dejar el cauce medio seco), volverlas a recuperar unos cientos de metros más abajo acompañadas de unos cuantos kilovatios y unos pingües beneficios. Ignoro si es que no les salían las cuentas, pero, afortunadamente, no se hicieron realidad casi ninguno de aquellos proyectos. La cuestión es que, en uno de estos otoñales viajes, nos alojamos en el Mesón de Salinas, El mesón está situado en un lugar aislado, junto a un cruce de carreteras, y custodiado por las enormes montañas que apenas dejan acceder a los valles de Bielsa y Gistaín. Después de la cena cada uno se refugiaba en su habitación huyendo de la negra oscuridad de la noche cerrada. Tenía entonces un walkman Sony que me acompañaba en todos los viajes y una pequeña provisión de cintas. Además, en aquella ocasión, había adquirido un libro que describía todas las grutas y cavernas que no hacía mucho se habían descubierto cerca de allí, en las inhóspitas gargantas de Escuaín. En el casete sonaba este álbum que había grabado de la discoteca de Julio y, mientras que mi imaginación volaba hacia las cuevas escondidas en aquellos montes tan sombríos, la melancolía también se iba colando en el interior de mi cerebro.
10 julio 2020
La música de las pinturas
Me resulta difícil elegir una única canción de este album de Juan Martín, acompañado en casi todos los temas por Mark Isham. Sería durante el otoño de 1988, cuando José Miguel (Tabu) y yo íbamos recorriendo los barrancos del corazón del Pirineo para informar acerca de aquellos lugares dónde las compañías eléctricas tenían la intención de construir minicentrales hidráulicas. Realmente, en aquella época, se desató una especie de furor por aprovechar los desniveles de los arroyos pirenaicos para, tras desviar sus aguas en pleno corazón de las montañas (y dejar el cauce medio seco), volverlas a recuperar unos cientos de metros más abajo acompañadas de unos cuantos kilovatios y unos pingües beneficios. Ignoro si es que no les salían las cuentas, pero, afortunadamente, no se hicieron realidad casi ninguno de aquellos proyectos. La cuestión es que, en uno de estos otoñales viajes, nos alojamos en el Mesón de Salinas, El mesón está situado en un lugar aislado, junto a un cruce de carreteras, y custodiado por las enormes montañas que apenas dejan acceder a los valles de Bielsa y Gistaín. Después de la cena cada uno se refugiaba en su habitación huyendo de la negra oscuridad de la noche cerrada. Tenía entonces un walkman Sony que me acompañaba en todos los viajes y una pequeña provisión de cintas. Además, en aquella ocasión, había adquirido un libro que describía todas las grutas y cavernas que no hacía mucho se habían descubierto cerca de allí, en las inhóspitas gargantas de Escuaín. En el casete sonaba este álbum que había grabado de la discoteca de Julio y, mientras que mi imaginación volaba hacia las cuevas escondidas en aquellos montes tan sombríos, la melancolía también se iba colando en el interior de mi cerebro.
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